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El periodo de validez —Praga—

Encarna Castillo

(text was inspired by the residency stay)

Nadie controla los cielos de Praga, que pueden amanecer limpios y claros y cargarse de nubes en unos segundos, o invitar al sol a extender sus rayos tras una leve llovizna. Tampoco nadie se fía de sus cielos, porque no tienen dueño ni planes a largo plazo. El clima de Praga es únicamente dueño de sí mismo y, aunque leas en internet —antes de salir de casa— que ese día hará buen tiempo, este girará y se retorcerá elegantemente contra todas las posibles previsiones meteorológicas. Ya tampoco nadie quiere saber nada de la evapotranspiración, el frente estacionario, la homosfera, la mesoescala, el periodo de validez, la resolución temporal y, menos aún, del punto de rocío.! Del clima de Praga solo se sabe que, en invierno, tras una gran nevada, la sensación de lluvia suele suceder a la llegada de los copos de nieve. No se trata de una lluvia real sino de una lluvia prestada, que siempre ocurre cuando la nieve de los tejados se derrite y cae en forma de agua, repiqueteando acompasadamente sobre el alféizar de la ventana, sobre los canelones, sobre el tejadillo de la puerta de entrada…

La luz de la ciudad acompaña cada uno de estos procesos y les confiere la tonalidad necesaria para que todo ocurra de esta manera, de la manera en la que el clima de Praga quiere y necesita para continuar presentándose cada día de esta forma precisa a los praguenses y a otros visitantes de la ciudad, en especial a los caminantes, que día sí y día también levantan una porción del negro asfalto asiéndolo por las esquinas entre el dedo índice y el dedo pulgar —al igual que se levanta una alfombra para barrer debajo de ella— con el fin de descubrir sus más subterráneos secretos.

Caminantes ilustres como Josef Sudek, «el caminante de Praga», el autor del registro más amplio y profundo de cielos, nubes, nieblas y escarchas de la ciudad. Sudek, el fotógrafo que mejor ha mostrado el frío y la luz invernal de Praga, y que aún realiza esta tarea mientras vaga eternamente por la ciudad. O caminantes anónimas, como yo misma, que en mis dos meses en la ciudad me topé con el fantasma de Sudek en cuatro o cinco ocasiones, siempre en antiguas estaciones de tren, húmedos callejones y plazas mortecinas solo habitadas por desnudas estatuas rodeadas de hierba rala y estructuras de hormigón.

Conecto especialmente con sus fotografías de ventanas con cristales bañados por el rocío, con regueros provocados por la lluvia adornando su superficie, tomadas desde el interior de su estudio y a través de las cuales se perfila una imagen exterior difusa y evanescente. La silueta de un árbol, la nieve, los contornos de una casa vecina, la verja de madera del jardín… Por lo que me cuentan sus fotografías, sé que no son estos paisajes lugares reales, sino el escenario interior del propio «caminante de Praga», la silueta interior de Sudek que, encorvado sobre sí mismo, se lamenta por la gran prisión en la que el ejército nazi alemán convirtió todo el país durante la Segunda Guerra Mundial. Cuando el caminante se encontró privado de sus paseos en busca del alma de la ciudad, dirigió el objetivo de su cámara hacia sí mismo y, al igual que en una cámara oscura, su máquina de fotografiar el frío de Praga proyectó sobre el vidrio de la ventana de su estudio el alma del fotógrafo.

Josef Sudek se vaciaba y se llenaba de rocío sin necesidad de nada más que de sus propias emociones y del silencio.

Como a Sudek, me gustaba vagar, especialmente, por las calles aún no malogradas por el aluvión de turistas, buscando el palpitar de la ciudad en aquellos espacios donde la vida fluía a un ritmo natural, acompasado al día a día de quien se levantaba para ir a trabajar, volvía a su casa y en el camino compraba cualquier alimento o producto en el supermercado o en las tiendas de barrio, se ponía cómodo al entrar en su apartamento, se preparaba la cena, veía un poco la televisión antes de dormir, se enfadaba con sus políticos y lo comentaba con su familia y al día siguiente volvía a levantarse para ir a trabajar, volvía de nuevo a su casa… y cumplía con los ciclos de cada día conformando esa realidad nacional que sí resultaba la palpable.

Meses antes de llegar a Praga, mataba el tiempo en Barcelona leyendo a Milan Kundera. Leía compulsivamente, intentando encontrar en aquellas novelas algunas pistas sobre mi futuro, las claves que me explicaran por qué debía ir a Praga, además de por sus cielos, sus calles y su clima.

Así que dos días después de mi llegada a Praga subí a la colina de Petrin porque Milan Kundera me lo había ordenado en Barcelona. «Ahora irás a la colina de Petrin». Aunque la verdad era que, por supuesto, Kundera no me había ordenado nada, sino que había sido a Teresa a quien el escritor se lo había inoculado durante un sueño. Y, realmente, tampoco había sido Kundera sino Tomás, el otro protagonista de la novela. «De repente sintió angustia.

—¿A Petrin? ¿Por qué a Petrin?! —Llegarás hasta arriba y lo entenderás todo.»

Y cuando leí este fragmento en mi ciudad, en un libro comprado de segunda mano en internet —pocos días después de haber reservado mi billete de avión— mi mente construyó la idea de que Milan Kundera había esperado todos aquellos años a que yo leyera aquella orden que, en realidad, procedía de lo más profundo de la insoportable levedad de mi ser. Así que pensé que la revelación que Kundera había escrito para que Tomás se la prometiera a Teresa iba también destinada a mí, porque, aunque aún no sabía el porqué en concreto, yo había llegado a Praga a causa de alguna poderosa razón.

Los días de espera se convirtieron en un «no ser», un esperar a que algo sucediera para continuar hacia adelante. Y me limité a diluirme. A diluirme en mi propia vida, en el futuro, en los «no lugares» —presentes en todos los aeropuertos— que, con toda seguridad, atravesaría desde el aeropuerto Václav Havel la noche de mi llegada, en el clima de Praga…

Esa sensación me daba tranquilidad, apaciguaba el deseo de querer tenerlo todo, la ansiedad que sentía cuando las cosas no sucedían como yo hubiera deseado.

«Cuando llegues arriba», había escrito Kundera. Es decir, aún debía iniciar mi ascensión y solo al llegar arriba lo entendería todo. Primero, entender, y después continuar. Quizás en otro lugar, quizás no en Praga. Quizás no exista un camino que recorrer, sino solo un territorio por explorar. Daba igual. La existencia nos obliga a dudar constantemente y esa es la trampa en la que nos enreda. No vale dudar porque una acción desencadena otra y otra y esa fuerza ya no se puede parar. Una vez tomada una decisión, las piezas caen como un collar que se rompe y todo se desliza por un mismo hilo, un mismo lugar.

No sé si eso es exactamente lo que Monika Zgustova cuenta en su biografía sobre Bohumil Hrabal que este cuenta sobre las teorías de Lao Tse sobre el ser humano: la vida como camino y la acción a través de la inacción. Así que dos días después de mi llegada a Praga, me ajusté bien la pequeña mochila a la espalda y comencé a caminar lentamente, pues la cuesta era empinada, por el sendero del monte Petrin que me pareció más bucólico de todas las opciones posibles, rodeado de vegetación y maleza y aún con restos de nieve, que permanecía sobre el tronco de los árboles caídos, la desordenada hierba, el gris del asfalto en medio de todo. El cuerpo se me encogía dentro del anorak de plumón, con las manos en los bolsillos y la nariz —que era casi lo único que sobresalía de la bufanda— helada. De vez en cuando me cruzaba con algún grupo de turistas: italianos y rusos —la mayoría—, algún checo, aunque pocos porque era viernes y la tasa de desempleo en la República Checa es muy baja, con lo cual, la mayoría de gente a la hora del trabajo, obviamente, trabaja.

Dejé atrás el monumento a Karel Hynek Mácha —que había iniciado la poesía en checo por los caminos de la modernidad y se había convertido en el patrón de los enamorados—, un rincón con gran encanto romántico al que los amantes acuden cada 1 de mayo para depositar una flor a sus pies y continué ascendiendo en eses hasta que topé con una edificación antigua, recubierta de musgo y siglos, y continué hasta llegar a la parte superior del monte.

De vez en cuando me tomaba alguna pausa para descansar y giraba sobre mí para contemplar la ciudad que, poco a poco, extendía sus cúpulas de cobre antes doradas y ya de color verde debido al efecto del agua y la nieve sobre ellas, frente a mí.

Cuanto más ascendía, más extendía Praga su piel de piedra sobre la superficie terrestre. Hasta que alcancé el lugar más alto del monte y una pequeña explanada ejerció de tábula rasa entre los límites de la tierra y el cielo en aquel lugar, entre el que sobresalía la torre Petrin. ! Unos bancos de madera, distribuidos de forma estratégica sobre la cima, permitían disfrutar de unas vistas impresionantes. «Era la ciudad más hermosa del mundo», como había escrito Kundera. No me sorprendía que muchos praguenses fueran hasta allí a contemplar su ciudad y su río, que serpenteaba sobre el asfalto, llegando de algún lugar y perdiéndose hacia algún otro lugar.

Me senté en uno de aquellos bancos y clavé mi vista en el horizonte durante un buen rato. Respiré hondo y allí caí en la cuenta de que Tomás había enviado a Teresa a entenderlo todo y, también, a morir si esa era su elección. Al principio, por no defraudar a Tomás, Teresa contestó al guardia que se disponía a apretar el gatillo contra ella que sí, que esa era su elección, pero ya frente al fusil que la apuntaba reculó, se desdijo y confesó que no, que no deseaba morir.

Me levanté como si alguien hubiera tirado de mí desde un hilo atado a mi cabeza —¿no me encontraba en una ciudad famosa por sus marionetas?— y escapé del banco y de la hermosa vista de Praga. Yo tampoco deseaba morir. «Venga, camina. Ve hacia algún lugar», me dije a mí misma para sacudirme el frío.

Miré el reloj, eran ya casi las cuatro de la tarde y la luz comenzaba a mostrar su debilidad, perdiendo intensidad a la vez que el frío aumentaba su presencia. Según había leído al alguna guía de la ciudad, la función de la torre —de estética similar a la torre Eiffel— era la de mirador. Una vista espectacular recompensaba el esfuerzo por haber subido hasta allí. Pero, como siempre, y allí también, la belleza no se encontraba en lo evidente, sino que también se hallaba incluida en aquello que la rodeaba. Una ardilla ascendió rápidamente por un tronco situado a mi derecha y las serpientes de hierro que se retorcían soportando los bancos de madera se curvaban junto al camino.

Giré sobre mí misma, incapaz de recibir más estímulos aquel día. Una vez leí que, a veces, o se cambia de amor o se cambia de vida. Y yo, aquella tarde, cambié de idea respecto a ciertas cosas, una vez agotado el periodo de validez —atmosférico y existencial— para Praga. Precipitación potencial, atmósfera tipo, procesos de convección, ciclón extratropical, frente frío, llovizna, niebla de radiación… A quién le importaban ya todas aquellas cosas si el clima de Praga solo se obedecía a sí mismo. Y en eso deberíamos imitarle todos los demás.





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